Las retenciones al campo tienen un largo derrotero en la Argentina, si bien sus primeros antecedentes se remontan a 1862, quisiera empezar este artículo en la historia reciente, desde su reimplantación en 2002 durante la presidencia de Eduardo Duhalde. En aquel momento, nuestro país atravesaba una de las crisis económicas y sociales más profundas de nuestra historia, y en el marco del Dialogo Argentino, el gobierno nacional y los representantes del sector agropecuario acordaron el establecimiento de las retenciones como un aporte transitorio del campo a la recuperación económica del país. En aquel entonces, se establecieron alícuotas del 23,5% para la soja y girasol y del 20% para trigo y maíz.
Como todos los impuestos transitorios que hemos conocido, las retenciones lejos de desaparecer o disminuir, se consolidaron como un mecanismo recurrente para sostener las finanzas públicas, afectando de manera estructural al sector más competitivo de la economía nacional. Durante las gestiones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, las alícuotas crecieron aún más: en 2007, la soja tributaba 35% e incluso en 2008, con la polémica Resolución 125, se intentó implementar retenciones móviles que llegaron a superar el 40%. El rechazo social y político que generó esta medida terminó por hacer caer la resolución en cuestión con el “voto no positivo” de Julio Cobos en el Senado. Sin embargo, las retenciones continuaron en niveles altos, alcanzando nuevamente el 33% para la soja en el gobierno de Alberto Fernández.
Por su parte, el gobierno de Mauricio Macri, hacia fines del 2015 eliminó las retenciones para algunos productos como el trigo, el maíz, la carne y los productos regionales, a la vez que redujó un 5% las retenciones a las exportaciones de soja. Lamentablemente, esta medida fue solo pasajera, ya que en 2018 las retenciones fueron nuevamente reintroducidas.
En poco más de 20 años de retenciones, el contraste con los países vecinos es llamativo. Brasil, por ejemplo, logró en ese mismo lapso cuadruplicar su producción de soja y maíz desde 2000, consolidándose como líder mundial en exportación de soja, carne y maíz. Mientras tanto, Argentina quedó estancada en niveles de producción cercanos a las 50 millones de toneladas anuales de soja, sin poder acompañar el crecimiento de la demanda global. Uruguay, Paraguay e incluso Bolivia implementaron políticas de estímulo y apertura comercial que potenciaron su agroindustria sin el lastre de las retenciones.
Creo que es importante destacar en este punto, que no existe una cuestión ideológica que pueda justificar estas diferencias. Nuestros países vecinos han tenido gobiernos verdaderamente muy disímiles ideológicamente: Lula; Bolsonaro; Evo Morales; Mujica, Lacalle Pou; Lugo; solo por mencionar algunos. Todos ellos, más allá de sus marcadas diferencias ideológicas llevaron adelante políticas de apoyo y estímulo al sector agroexportador.
Este diferencial de políticas explica la pérdida de competitividad argentina. La producción lechera, por ejemplo, sólo creció un 10% desde 2000, mientras Nueva Zelanda la duplicó y se consolidó como líder exportador. En la actualidad, Brasil representa el 49% del total de exportaciones de su economía gracias al agro, mientras que en Argentina el potencial exportador agroindustrial sigue limitado por la presión impositiva y la falta de infraestructura.
En la práctica, las retenciones funcionan como un impuesto a la producción que desincentiva la inversión y el crecimiento. Los productores agropecuarios, en su mayoría PYMEs, pierden cerca de un tercio de su facturación a manos del Estado, afectando su capacidad para mejorar salarios, modernizarse e invertir en nuevas tecnologías. Sin retenciones, Argentina podría haber sumado millones de hectáreas productivas y generando, según estimaciones del sector, entre 2.000 y 4.000 millones de dólares adicionales por año.
Creo en este punto, es importante destacar la eliminación de las retenciones para los productos regionales y la rebaja temporal de las retenciones para commodities como soja, maíz y trigo, implementada por el gobierno de Javier Milei. Sin duda constituye un paso adelante. Sin embargo, el carácter “temporal” de la medida implicará un impacto limitado. Debemos avanzar a un esquema tributario más competitivo y estable, que permita al productor planificar a largo plazo.
El desafío es grande, pero la oportunidad también. La agroindustria argentina tiene la base tecnológica, la capacidad productiva y los recursos naturales para duplicar sus exportaciones y generar divisas, empleo y desarrollo para todo el país. Para lograrlo, el Estado debe abandonar la lógica de financiar el gasto corriente con un impuesto que solo empobrece al interior productivo y apostar a un modelo de crecimiento sustentable, sin retenciones ni distorsiones, que incentive la inversión y el agregado de valor.
El campo argentino no pide privilegios, solo pide reglas claras y estables que permitan desplegar todo su potencial. Hoy más que nunca, es urgente que el Estado deje de ver a la agroindustria como una fuente de recursos fiscales de corto plazo y la reconozca como el motor estratégico para el desarrollo de la Argentina.
*Carlos Brown. Entre otros cargos, se desempeñó como intendente de General San Martín, Diputado Nacional y Ministro de la Producción de la Provincia de Buenos Aires. Actualmente es Director ejecutivo del MPA y Secretario General de la Cámara de Comercio Argentina- Turca.
Fuente: https://www.perfil.com/noticias/opinion/por-un-campo-sin-lastre.phtml